... Imaginemos cómo se enteraron los regios de la Independencia ...
El 16 de septiembre de 1810 inició un movimiento armado de insurgentes que nada tenía que ver con ideas independentistas. Ese 16 de septiembre no fue ni jamás será el día que empezó la guerra de Independencia.
na nueva. Y aquellos que en lomo de bestia vinieron hacia el norte han de haber pasado muchas peripecias y penalidades para cruzar territorios inundados por gavilleros donde seguramente seguían en guerra porque allá no habían llegado las noticias que los heraldos portaban, además de los indígenas nativos (bárbaros, según interpretación de los más bárbaros peninsulares, criollos y mestizos), quienes siempre estaban al acecho.
Podemos imaginar que la noticia llegó a Monterrey y otros pueblos del Nuevo Reino de León unos diez u doce días después, es decir, en la segunda semana de octubre, siendo los intendentes y los sacerdotes los primeros en recibirla. En Monterrey, como seguramente ya había ocurrido en Saltillo y otras poblaciones más al sur, las campanas de los templos repicaron sin cesar conforme la gente salía de sus casas asustada, pensando que era un ataque más de uno u otro ejército, o peor aún, de los feroces indígenas nativos que tenían su propia guerra luchando por sus derechos genuinos.
Una vez dada la noticia del término de la guerra y la firma de la Independencia, bien podemos imaginar que la algarabía estalló entre los pobladores regiomontanos, volando por los cielos los sombreros, las enaguas, algunas sotanas, las serpentinas, así como los disparos al aire dejando un saldo de varios heridos entre humanos y ganado menor. Debido a la euforia, los pobladores saquearon las tiendas de ultramarinos para servir las mesas del improvisado convite y saciarse con los bastimentos, desdeñando los orejones de calabaza y los tasajos de carne seca. Entretanto, los musiqueros sacaron tambores, trompetas y clarinetes, dando inicio a la fiesta durante la cual corrió el sotol, el mezcal, el agua de guapilla, el colonche y otros rasposos como el marrascapache, el aguardiente y una botella de tequila empolvada que el párroco tenía alzada en un baúl. Los gorrones desinteresados y desinformados comoquiera se unieron a la fiesta y festejaron por igual, faltaba más. Las mujeres se emperifollaron y los hombres desempolvaron sus mejores prendas. Entretanto, los jóvenes se fueron a hurtadillas tras los mogotes que se movían alegremente casi al ritmo del fara-fara, trayendo como consecuencia que hacia finales de junio de 1822, precisamente nueve meses después, se triplicara la población de Monterrey, ahora con los primeros mexicanos nacidos en estos lares, mexicanos a toda prueba por haber sido concebidos justo en los umbrales el país naciente.
Y así, aquella tarde-noche de octubre de 1821 la gente cantó y bailó eufórica alrededor de los gachupines que habían sido amarrados a unas picotas mientras se exclamaban las alabanzas a la virgen de Guadalupe y se gritaban las vivas y los ajúas a Agustín de Iturbide, Vicente Guerrero y otros tantos hombres que firmaron el acta de Independencia, sin acordarse (por no saber) que hubo otros iniciadores de este proceso, los insurgentes, como Miguel Hidalgo, Ignacio Allende, José María Morelos, Pancho Pelotas y Juan Anónimo.
Texto ideado y desarrollado para una tarea escolar por Milán Arvayo Adame, Homero Adame y Jorge Adame M.
Septiembre de 2013
Podemos imaginar que la noticia llegó a Monterrey y otros pueblos del Nuevo Reino de León unos diez u doce días después, es decir, en la segunda semana de octubre, siendo los intendentes y los sacerdotes los primeros en recibirla. En Monterrey, como seguramente ya había ocurrido en Saltillo y otras poblaciones más al sur, las campanas de los templos repicaron sin cesar conforme la gente salía de sus casas asustada, pensando que era un ataque más de uno u otro ejército, o peor aún, de los feroces indígenas nativos que tenían su propia guerra luchando por sus derechos genuinos.
Una vez dada la noticia del término de la guerra y la firma de la Independencia, bien podemos imaginar que la algarabía estalló entre los pobladores regiomontanos, volando por los cielos los sombreros, las enaguas, algunas sotanas, las serpentinas, así como los disparos al aire dejando un saldo de varios heridos entre humanos y ganado menor. Debido a la euforia, los pobladores saquearon las tiendas de ultramarinos para servir las mesas del improvisado convite y saciarse con los bastimentos, desdeñando los orejones de calabaza y los tasajos de carne seca. Entretanto, los musiqueros sacaron tambores, trompetas y clarinetes, dando inicio a la fiesta durante la cual corrió el sotol, el mezcal, el agua de guapilla, el colonche y otros rasposos como el marrascapache, el aguardiente y una botella de tequila empolvada que el párroco tenía alzada en un baúl. Los gorrones desinteresados y desinformados comoquiera se unieron a la fiesta y festejaron por igual, faltaba más. Las mujeres se emperifollaron y los hombres desempolvaron sus mejores prendas. Entretanto, los jóvenes se fueron a hurtadillas tras los mogotes que se movían alegremente casi al ritmo del fara-fara, trayendo como consecuencia que hacia finales de junio de 1822, precisamente nueve meses después, se triplicara la población de Monterrey, ahora con los primeros mexicanos nacidos en estos lares, mexicanos a toda prueba por haber sido concebidos justo en los umbrales el país naciente.
Y así, aquella tarde-noche de octubre de 1821 la gente cantó y bailó eufórica alrededor de los gachupines que habían sido amarrados a unas picotas mientras se exclamaban las alabanzas a la virgen de Guadalupe y se gritaban las vivas y los ajúas a Agustín de Iturbide, Vicente Guerrero y otros tantos hombres que firmaron el acta de Independencia, sin acordarse (por no saber) que hubo otros iniciadores de este proceso, los insurgentes, como Miguel Hidalgo, Ignacio Allende, José María Morelos, Pancho Pelotas y Juan Anónimo.
Texto ideado y desarrollado para una tarea escolar por Milán Arvayo Adame, Homero Adame y Jorge Adame M.
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