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jueves, 19 de julio de 2018

Leyenda de animales fantásticos: La víbora parada en el agua


LA  SERPIENTE  ERGUIDA  EN  EL  AGUA

Una fresca noche estábamos sentados en el jardín del rancho de don Evaristo platicando sobre Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, también llamada Kukulkán, entre los mayas, o Viracocha, su equivalente entre los incas. Luego de un largo silencio, don Evaristo dijo que una vez que fue a la presa Vicente Guerrero, en el antiguo pueblo de Padilla, Tamaulipas, un pescador le contó que en una ocasión andaba con unos compañeros en su lancha y para capturar pescados grandes se dirigieron al centro de la presa. En eso uno de sus compañeros exclamó: “¡Miren allá! ¡Hay una víbora de cascabel en el agua!”. (Leyenda de Homero Adame.)
   Obviamente se trataba de un evento muy extraño porque todo mundo sabe que las víboras de cascabel son terrestres. Sin embargo, luego de que los pescadores apagaron el motor para observar ese fenómeno, sin más ni más la víbora se irguió en el agua ¡hasta que quedó completamente vertical sobre su cola! Después de un rato, la víbora se dobló y se zambutió en el agua para desaparecer de la vista de esos pescadores.
   Cuando volvieron a sus casas le platicaron a medio mundo lo que habían visto, pero todos pensaron que era otra simple historia de pescadores, historia llena de fantasía. Sin embargo, un anciano pescador confesó que a él también le había tocado ver esa misma víbora poco después de que se inundó la presa en los años 70; y que la descripción era exactamente igual: una víbora de cascabel que se para sobre su cola en el medio de la presa...
 Notas:

1. Leyenda tomada del libro: Don Evaristo, el contador de historias, de Homero Adame. En impresión.
2. La foto de la serpiente en el agua fue tomada del sitio de Internet Fotonaturaleza.cl. Que el enlace sirva de crédito y agradecimiento a su autor.
3. La pintura de las serpientes fue tomada del muro en Fb de Grazia Ardillo. El enlace es una manera de agradecimiento.
4. Puedes leer esta misma leyenda en inglés siguiendo este enlace: The snake, legend from Tamaulipas.
5. Si te interesa algo de la historia de Padilla, Tamaulipas, y la muerte del emperador Agustín de Iturbide, sigue este enlace: Agustín de Iturbide y la desaparición de Padilla.
6. La foto final es de Homero Adame y corresponde a la antigua escuela de Padilla, Tamps, que suele estar bajo el agua de la presa. 

sábado, 7 de julio de 2018

Una comida en el tren


UNA COMIDA EN EL TREN

Autor: Homero Adame

Antes se viajaba en tren. Ahora, en coche, en avión o, a falta de recursos, en autobús (quién sabe si alguien se aventure a pedir aventón a un desconocido). Los cruceros en barco resultan todo un lujo y el tren... bueno, el tren queda para la historia, y la añoranza.
          En cierta ocasión andaba por tierras michoacanas y, como a no pocos les ha sucedido, me quedé sin dinero. Dos semanas por doquier, conociendo montañas y playas, siempre en autobús, dieron como resultado mi bolsillo casi vacío. Pedir aventón ya era más arriesgado que aventurado porque se contaban toda clase de historias escalofriantes. No obstante, uno como joven estudiante toma cualquier riesgo y yo ahí estaba, parado en la carretera afuera Morelia, esperando que alguien me llevara hacia el Distrito Federal. Se detuvo un camión medio destartalado que iba a Queréndaro. No fueron demasiados kilómetros, pero algo es algo. Después de otros treinta minutos en las afueras de ese pueblo conseguí aventón en una camioneta cargada de rastrojo que iba a Maravatío. Claro que ésa no es la ruta más veloz a la capital, pero a empujones también se llega.
          —Así que va a México –me dijo el conductor, en cierto momento de la plática.
          —Sí, a México –respondí.
          —¿Por qué anda de raite?
          —Es que ya casi no traigo dinero y no completo para un pasaje de autobús.
          —Ah qué la fregá. Váyase en tren. No cuesta casi nada y llega seguro.
          No se me había ocurrido lo del tren y seguí el consejo. Jamás había viajado en ese medio de transporte y me gustó la idea. El hombre me dejó en un pueblo llamado Tungareo y me indicó cómo llegar a la estación, a unos quince minutos caminando entre sembradíos de zanahorias y de fresas. Corté muchas de éstas y las metí en la mochila.
          Aún no divisaba la estación ni los rieles cuando escuché el inconfundible sonido del tren. Y ¡patas pa’ qué las quiero! La mochila en mi espalda brincaba y brincaba. Más tarde vi que las fresas cosechadas se volvieron mermelada sin azúcar.
          La estación se hallaba prácticamente desierta, salvo por los infaltables vendedores ambulantes. El tren paró. Yo todavía respiraba fuerte. Subí y pagué el boleto al cobrador de a bordo y busqué un lugar para sentarme. Era un tren de segunda, repleto de gente con todo tipo de equipaje: cajas, maletas, baúles y bolsas. Las gallinas no podían faltar para agregarle un toque pintoresco al aroma de por sí enrarecido. Como nadie me dijo que se trataba de un tren de segunda caminé de vagón en vagón hasta que encontré uno casi vacío. Muy bien, aquí me acomodo. Aún no me quitaba la mochila de la espalda cuando dos soldados, de rostro inescrutable, se aproximaron para decir que era el vagón exclusivo del correo. “Ah, disculpen...”.
          Recorrí cada vagón, todos atestados, y llegué al último. Era diferente al resto: no había asientos propiamente dichos, sino mesas comunes y corrientes, aunque sin servicio de cafetería. Todos los pasajeros allí eran hombres; iban medio borrachos o ya hasta las chanclas. Levantaron la vista cuando entré y luego siguieron jugando baraja o dominó y escuchando música de mariachi que alguien había tenido a mal sintonizar en una estación de radio. El olor era insoportable, a cantina de mala muerte. Y ahí voy para atrás, a buscar dónde sentarme.
          Encontré un espacio decente, en un vagón lleno de familias y niños. Éstos correteaban de arriba para abajo, haciendo mucho alboroto. Qué más da, es parte del folclor y su ruido es menos estridente que el del mariachi mal sintonizado en la radio. Al poco rato, el tren paró en una estación llamada Pomoca, que supongo era mayor porque ahí subieron varias mujeres a vender comida. Atrás de ellas iban sus chamacos con las tortillas.
          —¡Mole! ¡Mole! ¿Quién quiere mole? –gritaban ellas.
          —¡Yo! –un viajero levantó la mano.
          —Nosotros también –gritó un padre de familia.
          Olía rico el mole y yo no había comido nada caliente desde la noche anterior. «Yo también», grité. Una mujer se acercó y bajó el enorme cazo que llevaba sobre la cabeza. En un plato de plástico sirvió mi ración, acompañada con arroz.
          —Oiga, seño, ¿no tiene servilletas?
          —Pídaselas a mi chamaco, el que trae las tortillas.
          El niño, chaparrito y descalzo, me dio una hoja de papel estraza y le compré una orden de tortillas. No me dieron cucharita ni tenedor de plástico. ¿Cómo se come el mole así? Observa a los demás, esa es la mejor enseñanza.
          La gente comía su mole con singular gusto. El plato sobre las piernas, una tortilla a la mitad hace las veces de cuchara; la chupan para ¿comer?, ¿beber?, ¿ingerir? el líquido. Luego, con los dedos, se agarra la pieza que le tocó del famélico pollo. Yo hice lo mismo.
          Al terminar de comer limpié mis dedos y palmas de las manos con el pedazo de papel estraza, pero no quedaron muy pulcras que digamos. Mi pantalón y playera estaban un poco salpicados, sin haberme enterado cuándo sucedió. Obvio que con el traqueteo algo de mole se tira y se esparce por doquier. Paramos en la próxima estación y las vendedoras descendieron, con los cazos en sus cabezas, seguidas por la ristra de escuincles. Posiblemente iban a esperar el tren de regreso para volver a su pueblo, salvo que vivieran ahí, claro.
          Todavía con el sabor dulce y picosón en mi boca, me levanté para ir a tirar el plato de plástico a ver en dónde. Mi sorpresa fue mayúscula: ¡todo el vagón estaba manchado de mole! Los vidrios, el piso, los asientos, todo, todo era un verdadero “moledar”, por no decir muladar. Y los pasajeros... como si nada. Las moscas volando por doquier serán siempre una visión inolvidable.
          Aunque el mole sea muy sabroso, cómase donde se coma, ahora me pregunto: ¿no sería que por esa razón el gobierno decidió eliminar el servicio de tren de pasajeros en México?



Esta versión recortada del relato fue galardonada con el 2° lugar en el “Concurso Viajeros al Tren”, convocado por Tren a Quequén, Argentina, en 2014.


Cerrados los cómputos para los cuentos más populares en Facebook, el veredicto es el siguiente:
Ganadores:
1° Premio: dotado de $ 100 y Diploma
Cuento N° 317 Votos 263
Boleto de tren envuelto en una servilleta,
SEUDÓNIMO: Elízabeth Lencina
Autora: María Guerra Alves
La Plata, Pcia de Bs AS
2° Premio: dotado de Diploma
Cuento N° 245 Votos 254
Una comida en el tren,
Seudónimo: Kárviah
Autor: Homero Adame
San Luis Potosí, México
3° Premio: dotado de Diploma
Cuento: 90 Votos 252
Del lado de la ventanilla
Seudónimo: Nadie
Autor: Pablo Casado
Necochea, Pcia Bs As.
La entrega de Premios de acuerdo a las bases establecidas se realizarán el domingo 3 de agosto en el CEF de Quequén, Av. 554 y 513.