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lunes, 19 de marzo de 2012

Cuento de Homero Adame: El último encuentro de los desterrados


EL ÚLTIMO ENCUENTRO DE LOS DESTERRADOS

Por Homero Adame

Al crepúsculo de una tarde-noche más, de esas tantas que transcurren en Cerro de San Pedro sin que alguien les preste atención, de pronto se vieron centenares de filamentos opacos por aquí y por allá; eran como luces espectrales que sólo los que estuvieron allí las notaron, si acaso aún tenían la facultad de hacerlo. Tales lucecillas brotaron de la nada, pero en puntos específicos de los alrededores: cerros, tiros de minas y socavones, casas abandonadas, de alguna esquina, de la iglesia de San Pedro, del templo de San Nicolás, del arroyo siempre seco, detrás de alguna piedra o mogote y, por supuesto, de los rumbos del panteón. Avanzaron las lucecillas sin prisa hasta convergir en la explanada frente al templo de San Nicolás. Se saludaron cordialmente, sin recelos ni alegría.
Entre el numeroso grupo estaban la mujer de negro que solía merodear la puerta del templo, los encomenderos españoles, el sacerdote decapitado, los accidentados de la carreta despeñada, el borracho que murió al caer en un tiro de mina, los colgados del mezquite, el apuñalado de la cantina, algunos indios huachichiles, la niña violada y descuartizada, el muchacho que se quitó la vida por despecho, los fusilados, el peluquero envidioso, la mujer de blanco, el barrenador, los mineros que jamás fueron rescatados, el anciano que murió en completa soledad, los gavilleros y también el ánima de aquel infeliz que fue asesinado y sepultado encima de un baúl repleto de joyas y monedas de plata. Y sobre la escalinata de la antigua escuela, se encontraba nada menos que el convocante de tan inédito concilio: el temido y legendario Grafes.
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 “Amigos, vecinos, viejos conocidos y ánimas todas del mismo peregrinar en este valle sin lágrimas –dijo el Grafes, en tono solemne cuando todos estaban ya reunidos–. Agradezco que hayan aceptado venir a esta convención, a pesar de que algunos de ustedes fueron enemigos en vida o creen tener cuentas pendientes. Creo que saben cuál es el propósito de congregarnos aquí esta noche, por única vez, y me gustaría que todos y cada uno de ustedes dieran su opinión y, de tal modo, llegar a un acuerdo mutuo”.
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 “Con todo respeto, mi estimado Grafes, yo pensé que iba haber baile y música y por eso he venido –dijo el ánima del borracho, con palabras entrecortadas– pero si me explican con todo respeto por qué estamos aquí sin músicos ni mezcal, pues yo también tengo derecho a dar mi opinión”.
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 “Claro que algunos músicos estamos aquí –dijo uno de ellos–, pero no nos invitaron a una fiesta y ni instrumentos tenemos ya”.
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 “Estamos aquí porque ya no tenemos nada que hacer en este lugar ni tampoco hay cristianos que se asusten –dijo la mujer de blanco, y se oyó un murmullo de muchos espectros como en avenencia–. Desde hace mucho tiempo ya nadie nos ve, ya nadie cree que nuestras ánimas existen”.
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 “Mi alma no ha podido descansar después de tantos siglos –dijo el encomendero español–. No pasa día del Señor sin que mis culpas me atormenten por haber tratado mal a tantos infelices. No encuentro perdón y dudo que este cónclave sea para perdonarme a mí o a cualquiera que en vida cometió algún delito”.
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 “Todos son perdonados por la misericordia del Señor, hijo mío –le respondió al encomendero el sacerdote decapitado–. Sólo arrepiéntete de tus pecados y tu alma quedará absuelta”.
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 “¿Y nosotros de qué tenemos que arrepentirnos si nuestra única falta fue no haber querido trabajar como esclavos en esas minas del demonio y por eso se nos acusó de revoltosos” –preguntó uno de los colgados del mezquite.
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 “Yo me he arrepentido una y otra vez por haber sido tan envidioso y adúltero. Sentía que ustedes me hacían menos y como venganza enamoré a sus mujeres. Y pese a mi arrepentimiento, no encuentro misericordia de nadie –reclamó el peluquero envidioso.
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Y así transcurrieron las primeras horas del concilio, en esa noche como cualquier otra, pero especial y diferente por las circunstancias. Los pocos habitantes del pueblo ya dormían y los que no, estaban en sus casas viendo televisión o escuchando música a todo volumen sin que esto alterara la tranquilidad de los demás y menos la de las ánimas reunidas en la explanada, como tampoco ni vivos ni muertos se sentían perturbados por el ocasional estruendo de la dinamita a lo lejos. Las lechuzas que habían estado sobrevolando, finalmente se posaron en un pirul para estar atentas a la conversación.
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Todas las ánimas presentes hablaron de sí mismas, de sus “vidas”, del tormento de no poder encontrar descanso, de saber que aun habiendo sido sepultados sus cuerpos en camposanto seguían penando entre el mundo de los vivos y el de los muertos. En un momento determinado, el encomendero dijo a los huachichiles, en tono que denotaba odio ancestral.
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 “¿Y vosotros, indios desterrados, tenéis algo que aportar a este cónclave? ¿Acaso no habéis aprendido el castellano en todos estos años de vivir como ánimas chocarreras?”.
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 “Siempre rejegos, hasta en el purgatorio” –murmuró el sacerdote decapitado.
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 “Idioma castellano o cualquier otro es innecesario para comunicarse entre espíritus –respondió uno de los huachichiles, como portavoz de sus compañeros–. Rejegos sí hemos sido porque jamás hemos creído en símbolo de cruz ni en figura de hombre lacerado, porque cruz no salva a nadie como no ha salvado a sacerdote intrigoso y murmurador. Desterrados no somos como ustedes porque ésta ha sido nuestra tierra y será hasta fin de tiempos. Ánimas chocarreras no somos porque aquí seguimos viviendo y deben todos saber que aceptamos venir a asamblea convocada por Grafes por curiosidad de saber si ya se van ustedes para siempre”.
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 “Que Dios los oiga y ya nos permita irnos para siempre –dijo la mujer de negro–. Aunque rezo y rezo por ese momento, mi alma no se va lejos de la bendita capilla de San Nicolás.
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 “Los rezos no sirven para nada –dijo uno de los gavilleros, quien fue secundado por el peluquero envidioso, por el apuñalado de la cantina y por varias ánimas más–. En vida muchos de nosotros nos arrepentimos, rezamos y hasta nos santolearon en el lecho de muerte, y qué sucedió. ¡Nada! Seguimos pagando nuestras culpas.
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 “A mí, sin haber pecado, también me pusieron los santos óleos, me dieron cristiana sepultura en el panteón, me hicieron todas las misas y debí haber encontrado descanso. Han pasado más de 150 años y sigo aquí, merodeando la nada, acaso esperando encontrar a mi asesino para vengarme” –chilló el ánima de la niña que fue violada y luego descuartizada.
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 “El sacerdote se negó darme cristiana sepultura, no ofició una misa de cuerpo presente para mí, no me puso los santos óleos ni me pasó los sahumerios –dijo el muchacho despechado–. Explicó a mis padres que yo era un ser maldito, una vergüenza para la santa iglesia, y sus palabras provocaron que ellos se vieran obligados a enterrarme afuera del panteón. Si mi final fue un tormento, más mi eterna búsqueda del perdón.
“Ojalá que al menos hubiera alguien que se tomara el tiempo de venir a dejar flores y ofrendas en nuestros sepulcros durante los Días de Muertos –se lamentó el anciano que falleció en completa soledad–, pero ni eso queda en este pueblo que fue olvidado por la gracia divina”.
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 “Ya dejen de estar quejándose –dijo el infeliz que fue asesinado y sepultado encima del baúl lleno de monedas de plata–. Mi ánima está atrapada en una tumba deshonrosa y clandestina porque mi patrón me dejó allí para que cuidara su tesoro. Él se largó de aquí y sólo Dios sabe si su ánima ande penando en San Luis o en otra parte, pero acá jamás regresó y me dejó atrapado, aunque la tumba luego haya sido profanada y mis huesos regados, pateados y vueltos a enterrar. Y así como yo, todos estamos aquí atrapados porque este pueblo está más muerto que nosotros y no nos deja salir para encontrar descanso.
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Este comentario dio un giro importante a la conversación del concilio. Recordaron las épocas de bonanza, cuando había vida, alegría, dinero y trabajo a raudales. Recordaron también el abandono y la ruina, cuando hasta los gambusinos se fueron para jamás volver. No pasaron por alto evocar las animadas fiestas patronales del 29 de junio y los convites del pasado, además de señalar que las del presente solían estar muy desangeladas. Hablaron de los visitantes ocasionales, esos que llegan a pasear un rato, curiosear e irse; de los festivales culturales que algunas personas enamoradas del pueblo y de su pasado histórico organizan para reavivar su grandeza o para impedir que sea destruido por la minera canadiense.
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Al mencionarse la minera, todos voltearon a mirar al Grafes, esperando un comentario suyo, pues cayeron en cuenta de que había estado observando silenciosamente durante toda la velada. Nada dijo entonces, pero se dio otro giro a la conversación y no hubo un solo presente que estuviera de acuerdo con las nuevas formas de minería o de vida. Sin embargo, el tema se prestó a discusión, ya que algunos afirmaron que la presencia de esa compañía minera y de los trabajadores había traído una nueva dinámica a Cerro de San Pedro, dinámica de actividad, de renacimiento y, acaso, de una nueva bonanza, mientras que otros se quejaron porque, según su opinión, los trabajadores venidos de lejos en nada beneficiaban al pueblo, como tampoco lo hacía la minera, que si algo había hecho era simplemente perturbar el descanso de las ánimas.
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 “¿Cuál descanso?” –interpelaron los accidentados de la carreta despeñada y los que habían muerto fusilados–. “Nunca han descansado nuestras ánimas y esa gente nueva en nada beneficia ni tampoco altera nuestro aburrimiento, o mejor dicho, nuestra zozobra”.
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 “Ningún descanso –apoyó uno de los mineros cuyo cuerpo jamás fue rescatado después de una explosión en la mina–. Lo peor para nuestra desgracia es que hace poco una de esas enormes máquinas que andan haciendo un boquetón a cielo abierto descubrió nuestros huesos, los removió, los aplastó y siguen y seguirán perdidos entre cúmulos de tierra y jale. Nuestra última esperanza de cristiana sepultura y descanso eterno se esfumó para siempre”.
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El barrenador exhaló un suspiro lastimero y pidió perdón a sus compañeros por haber sido el causante de sus muertes. Éstos dijeron que nada había que perdonar porque fueron gajes de su oficio y que ni siquiera el Grafes hubiera podido ayudarlos. En eso, a lo lejos se escucharon varios aullidos de coyotes. Pronto amanecería y ese singular encuentro llegaría a su fin. Fueron el barrenador, un gambusino y los huachichiles quienes pidieron al Grafes que expresara su opinión o diera sus conclusiones, si acaso las tenía.
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 “A estas alturas de casi la madrugada todos ustedes ya saben exactamente por qué estamos aquí –dijo el Grafes, por fin–. A todos y a cada uno de ustedes los conozco desde que llegaron a Cerro de San Pedro; he estado en esta tierra desde antes que nacieran. Me conocen como Grafes, como Jergas, como el Gris, como el Espíritu de la mina. Unos creen que soy benefactor y otros me temen. Soy anterior a la fe cristiana, anterior a los huachichiles, anterior a cualquier memoria que de aquí se tenga. No soy ánima en pena porque nunca he nacido ni he tenido cuerpo que haya muerto, aunque algunos crean que soy el fantasma de un minero que perdió su vida en un accidente. Lo más aproximado es decir que soy el espíritu de esta tierra, más que de las minas ya explotadas, ahora vueltas a explotar o aún por descubrir.
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 “Por ser el espíritu de esta tierra los llamé a esta asamblea para decirles que ya también he perdido el ánimo de seguir aquí, porque todo tiene un inicio y todo llega a su fin. No recuerdo cuándo llegué ni quién me ordenó que me quedara a velar por el bienestar del territorio y sus moradores, pero sé que mi tiempo está a punto de concluir y que otro espíritu para esta tierra habrá de ocupar mi lugar.
“Han de saber que también he perdido el ánimo de seguir aquí porque estas nuevas formas de minería son inauditas y más destructivas, son mezquinas y depredadoras; no respetan a nada ni a nadie, extraen todo lo que pueden y cuando las compañías se van, lo único que dejan es un páramo y los mantos envenenados. La bonanza es efímera y más temprano que tarde se irán esas compañías con sus maquinarias a alterar la paz o el devenir de otras ánimas en otro lugar. Para entonces, Cerro de San Pedro, que de cerro ya sólo el nombre le queda, no será ni pintoresco ni atractivo para nadie.
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 “Estamos aquí reunidos porque esto quería decirles, como también para decirles que el pueblo no tiene atrapado a nadie; son las culpas personales, los remordimientos, las muertes violentas y sus desenlaces lo que los tiene a ustedes atrapados. Y en breve, cuando tres coyotes canten su plegaria al primer rayo de sol que aparezca en el horizonte, será el momento que muchos de ustedes han esperado por décadas o siglos. Se abrirá la puerta de los tiempos y podrán irse para encontrar el ansiado descanso. La decisión es propia y les deseo mucha suerte a todos” –concluyó el Grafes y volvió a su silencio.
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Hubo animación e incredulidad en el ambiente. Ninguna de las ánimas sabía qué hacer o decir. ¿Cómo prepararse para partir? ¿Podrían llevarse algo? ¿Pero qué? ¿Podían irse juntos o debían hacerlo por separado? Esas luces espectrales se movían de un lugar a otro en la explanada, como dando vueltas o círculos frenéticos. Hasta las lechuzas alzaron el vuelo y revolotearon en círculos también. Es posible que ellas quedaran liberadas del influjo, si acaso estaban atrapadas por igual.
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Los colores de la aurora se tornaron cada vez más intensos en el oriente. El silbato de la minera se escuchó a lo lejos. El pueblo comenzaba a despertar para tener un día más en su monótono devenir. Justo cuando asomó el primer rayo de sol, tres coyotes aullaron en el horizonte. Una fuerte racha de viento se dejó sentir, cobrando fuerza para tornarse en remolino sobre la explanada. Las pocas personas que ya andaban en las calles se santiguaron.
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La luz del sol irradió sobre el pueblo de San Pedro. La gente y los mineros por igual intuyeron que hoy sería un día diferente o tal vez todo sería diferente a partir de hoy.
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En pocos segundos nada quedó en aquella explanada, ni siquiera el recuerdo de un encuentro inusual de ánimas desterradas. Sólo los espíritus de los antiguos huachichiles regresaron al monte para seguir viviendo en armonía con su entorno intangible.
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Este cuento, de Homero Adame, fue el ganador en el 2do Concurso de Cuento Corto convocado para el Onceavo Festival Cultural de Cerro de San Pedro, 2012.
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5 comentarios:

ger dijo...

Fantastico Cuento.
Felicidades muchas FELICIDADES.
Un cuento muy original y merecidamente GALARDONADO.

Serge (Ediciones ConArte) dijo...

También pienso que es un cuento fantástico, literalmente y por el hecho de estar tan bien escrito. El ambiente fantasmal y los personajes son perfectos; el personaje central, Grafes, le da una salida magistral a la historia. Te felicito.

Miranda G. Navarro dijo...

Siiii fantastico!!! me encanta ewe personaje GRAFES tan misterioso y a la vez como el espiritu de los tiempos.
te felicito Homero por este logro y te agradesco por ser tan buena persona y gran escritor!!!

Ariadna N. dijo...

Querido Homero: me ha encantado este cuento; es tan evocativo, redondo y completo que no me queda más que felicitarte. Lástima que lo hayas sometido a un concurso tan desconocido y de poco alcance, porque la verdad es un cuento maravilloso que igual hubiera ganado en un concurso de nivel nacional o incluso de habla hispana. Lo bueno es que por haberlo ganado aquí lo has dado a conocer al mundo y estoy segura que mucha gente ya lo ha leído y le pone cinco estrellas porque es maravilloso.
Me ha encantado el personaje principal, que nada tiene de tenebroso sino de sabio, ancestral. Muy tú.
Te felicito de nuevo y sabes que te deseo, lo mejor como siempre ha sido.

Homero Adame dijo...

Gracias Ger, Serge, Miranda y Aria. Me halaga saber que les ha gustado este cuento que escribí en un ratito de inspiración.