UNA COMIDA EN EL TREN
Autor: Homero Adame
Antes se viajaba en tren. Ahora, en
coche, en avión o, a falta de recursos, en autobús (quién sabe si alguien se
aventure a pedir aventón a un desconocido). Los cruceros en barco resultan todo
un lujo y el tren... bueno, el tren queda para la historia, y la añoranza.
En
cierta ocasión andaba por tierras michoacanas y, como a no pocos les ha
sucedido, me quedé sin dinero. Dos semanas por doquier, conociendo montañas y
playas, siempre en autobús, dieron como resultado mi bolsillo casi vacío. Pedir
aventón ya era más arriesgado que aventurado porque se contaban toda clase de
historias escalofriantes. No obstante, uno como joven estudiante toma cualquier
riesgo y yo ahí estaba, parado en la carretera afuera Morelia, esperando que
alguien me llevara hacia el Distrito Federal. Se detuvo un camión medio
destartalado que iba a Queréndaro. No fueron demasiados kilómetros, pero algo
es algo. Después de otros treinta minutos en las afueras de ese pueblo conseguí
aventón en una camioneta cargada de rastrojo que iba a Maravatío. Claro que ésa
no es la ruta más veloz a la capital, pero a empujones también se llega.
—Así
que va a México –me dijo el conductor, en cierto momento de la plática.
—Sí,
a México –respondí.
—¿Por
qué anda de raite?
—Es
que ya casi no traigo dinero y no completo para un pasaje de autobús.
—Ah
qué la fregá. Váyase en tren. No cuesta casi nada y llega seguro.
No
se me había ocurrido lo del tren y seguí el consejo. Jamás había viajado en ese
medio de transporte y me gustó la idea. El hombre me dejó en un pueblo llamado
Tungareo y me indicó cómo llegar a la estación, a unos quince minutos caminando
entre sembradíos de zanahorias y de fresas. Corté muchas de éstas y las metí en
la mochila.
Aún
no divisaba la estación ni los rieles cuando escuché el inconfundible sonido
del tren. Y ¡patas pa’ qué las quiero! La mochila en mi espalda brincaba y
brincaba. Más tarde vi que las fresas cosechadas se volvieron mermelada sin
azúcar.
La
estación se hallaba prácticamente desierta, salvo por los infaltables
vendedores ambulantes. El tren paró. Yo todavía respiraba fuerte. Subí y pagué
el boleto al cobrador de a bordo y busqué un lugar para sentarme. Era un tren
de segunda, repleto de gente con todo tipo de equipaje: cajas, maletas, baúles
y bolsas. Las gallinas no podían faltar para agregarle un toque pintoresco al
aroma de por sí enrarecido. Como nadie me dijo que se trataba de un tren de
segunda caminé de vagón en vagón hasta que encontré uno casi vacío. Muy bien,
aquí me acomodo. Aún no me quitaba la mochila de la espalda cuando dos
soldados, de rostro inescrutable, se aproximaron para decir que era el vagón
exclusivo del correo. “Ah, disculpen...”.
Recorrí
cada vagón, todos atestados, y llegué al último. Era diferente al resto: no
había asientos propiamente dichos, sino mesas comunes y corrientes, aunque sin
servicio de cafetería. Todos los pasajeros allí eran hombres; iban medio
borrachos o ya hasta las chanclas. Levantaron la vista cuando entré y luego
siguieron jugando baraja o dominó y escuchando música de mariachi que alguien
había tenido a mal sintonizar en una estación de radio. El olor era
insoportable, a cantina de mala muerte. Y ahí voy para atrás, a buscar dónde
sentarme.
Encontré
un espacio decente, en un vagón lleno de familias y niños. Éstos correteaban de
arriba para abajo, haciendo mucho alboroto. Qué más da, es parte del folclor y
su ruido es menos estridente que el del mariachi mal sintonizado en la radio.
Al poco rato, el tren paró en una estación llamada Pomoca, que supongo era
mayor porque ahí subieron varias mujeres a vender comida. Atrás de ellas iban
sus chamacos con las tortillas.
—¡Mole!
¡Mole! ¿Quién quiere mole? –gritaban ellas.
—¡Yo!
–un viajero levantó la mano.
—Nosotros
también –gritó un padre de familia.
Olía
rico el mole y yo no había comido nada caliente desde la noche anterior. «Yo
también», grité. Una mujer se acercó y bajó el enorme cazo que llevaba sobre la
cabeza. En un plato de plástico sirvió mi ración, acompañada con arroz.
—Oiga,
seño, ¿no tiene servilletas?
—Pídaselas
a mi chamaco, el que trae las tortillas.
El
niño, chaparrito y descalzo, me dio una hoja de papel estraza y le compré una
orden de tortillas. No me dieron cucharita ni tenedor de plástico. ¿Cómo se
come el mole así? Observa a los demás, esa es la mejor enseñanza.
La
gente comía su mole con singular gusto. El plato sobre las piernas, una
tortilla a la mitad hace las veces de cuchara; la chupan para ¿comer?, ¿beber?,
¿ingerir? el líquido. Luego, con los dedos, se agarra la pieza que le tocó del
famélico pollo. Yo hice lo mismo.
Al
terminar de comer limpié mis dedos y palmas de las manos con el pedazo de papel
estraza, pero no quedaron muy pulcras que digamos. Mi pantalón y playera
estaban un poco salpicados, sin haberme enterado cuándo sucedió. Obvio que con
el traqueteo algo de mole se tira y se esparce por doquier. Paramos en la
próxima estación y las vendedoras descendieron, con los cazos en sus cabezas,
seguidas por la ristra de escuincles. Posiblemente iban a esperar el tren de
regreso para volver a su pueblo, salvo que vivieran ahí, claro.
Todavía
con el sabor dulce y picosón en mi boca, me levanté para ir a tirar el plato de
plástico a ver en dónde. Mi sorpresa fue mayúscula: ¡todo el vagón estaba
manchado de mole! Los vidrios, el piso, los asientos, todo, todo era un
verdadero “moledar”, por no decir muladar. Y los pasajeros... como si nada. Las
moscas volando por doquier serán siempre una visión inolvidable.
Aunque
el mole sea muy sabroso, cómase donde se coma, ahora me pregunto: ¿no sería que
por esa razón el gobierno decidió eliminar el servicio de tren de pasajeros en
México?
Esta versión recortada del relato fue
galardonada con el 2° lugar en el “Concurso Viajeros al Tren”, convocado por
Tren a Quequén, Argentina, en 2014.
Cerrados los cómputos para los cuentos más populares en Facebook, el veredicto es el siguiente:
Ganadores:
1° Premio: dotado de $ 100 y Diploma
Cuento N° 317 Votos 263
Boleto de tren envuelto en una servilleta,
SEUDÓNIMO: Elízabeth Lencina
Autora: María Guerra Alves
La Plata, Pcia de Bs AS
2° Premio: dotado de Diploma
Cuento N° 245 Votos 254
Una comida en el tren,
Seudónimo: Kárviah
Autor: Homero Adame
San Luis Potosí, México
3° Premio: dotado de Diploma
Cuento: 90 Votos 252
Del lado de la ventanilla
Seudónimo: Nadie
Autor: Pablo Casado
Necochea, Pcia Bs As.
La entrega de Premios de acuerdo a las bases establecidas se realizarán el domingo 3 de agosto en el CEF de Quequén, Av. 554 y 513.