PADILLA, Tamps: A la sombra de la
muerte de un caudillo
Texto y fotografías: Homero Adame M.
“Padilla, pueblo que como estrella fugaz en el límpido suelo
tamaulipeco, tiene su orto y ocaso después de cumplir su misión histórica, convierte
su tumba en puerta gigantesca que se abre al signo del progreso”
No son palabras proféticas las que acabamos de leer; más bien se
trata de una cita a guisa de verso que no parece tener significado alguno para
quienes desconocen la historia de Padilla, o para los que jamás han pisado la
yerma tierra de un pueblo otrora glorioso.
Corre el año de
1824, día 19 de julio. Los vecinos de Padilla, ciudad capital del ahora estado
de Tamaulipas, se preparan para dar el último recibimiento a Agustín de Iturbide,
ex-presidente y emperador de México, en su retorno del exilio. La comitiva ha
llegado proveniente de Soto la Marina. El célebre personaje, quien consumó la
Independencia de México y a la postre fue tomado como traidor de la Patria, es
llevado al cuartel de la Compañía Volante del Nuevo Santander, donde ofrece su
último discurso:
“A ver, muchachos... daré al mundo la última vista”, dice con
firmeza y, conforme besa un Cristo que cuelga en su pecho, cae exánime entre un olor a pólvora. Son
las 6 de la tarde. Sin suntuoso funeral, el General es sepultado en la vieja
iglesia sin tejado. Así concluye un capítulo más de la escabrosa historia
imperial de México y se abre un nuevo capítulo de la historia de Padilla. ( Blog de Homero Adame.)
Estamos ahora
en 1971. Han transcurrido 147 años desde aquel fusilamiento y Padilla ha
desaparecido en aras del progreso. Los recuerdos y los sucesos históricos
comienzan a flotar en las aguas de la presa, o se han hundido para siempre. Las
casas se han derrumbado, la gente se ha ido y sólo queda la triste memoria de otras
épocas en la decrépita parroquia y la escuela que en el ayer lucía majestuosa.
El resquebrajado piso de lo que fue la plaza principal, donde derramó su sangre
un emperador, es otra señal de que Padilla se ha marchitado. Todo el carácter
de un pueblo, las anécdotas de sus calles, sus casas y sus habitantes se han
ido para jamás volver. Sin embargo, a varios kilómetros de ahí nace Nuevo
Padilla, aunque bajo el estigma de un oscuro recuerdo.
“Cuando
Iturbide fue fusilado, Padilla murió con él. El destino estaba escrito como una
maldición que se cumplió”, nos dice don Eulalio, un hombre viejo que recuerda a
su ciudad natal con suma nostalgia. “La gente vivía feliz, pero el fantasma de
un asesinato nunca la dejó descansar. Y luego nos cambiaron a Nuevo Padilla.
Sí, casas nuevas, escuelas, calles bonitas y hasta una iglesia ansina de
chaparrita, pero mucha gente no se acostumbró y mejor prefirió irse a otra
parte; nomás los más viejos nos quedamos en el nuevo pueblo, pos ya no tenía
caso irnos a otra parte. Pero la vida ya no es la mesma. Nuestro pueblo se
acabó...”, concluye con un tono de resignación.
Donde estuvo
Padilla es ahora la presa Vicente Guerrero, lugar vacacional y de pesca
recreativa. Por un lado se ven las contadas ruinas de lo que fuera el centro de
Padilla: la iglesia, la escuela, la plaza, unas pocas paredes y el quebrado
puente que iba a la hacienda de Dolores, de la cual sólo subsiste la antigua
troje según nos dicen. Por el otro lado se encuentra la Villa Náutica -un club
privado- y las modernas instalaciones del Centro Recreativo Tolchic, construido
por el gobierno en 1985 como mísero pago a una deuda sin precio. Sin embargo,
en fechas recientes algo ha sucedido: la Villa Náutica se ve abandonada, salvo
por la presencia de algún socio que sigue viniendo para no perder su propiedad,
y el centro Tolchic está cerrado; sus mejores días ya sólo permanecen en el
recuerdo de algunos. La reja y los candados lucen oxidados y no puede uno
imaginarse el polvo del olvido que cubre su interior. Desde afuera aún se
aprecian los juegos infantiles también con signos de oxidación.
Es de suponerse
que la considerable baja del nivel de la presa, las recurrentes crisis
económicas y otras tantas razones obligaron que ambos sitios cerraran sus
puertas, aunque siempre con la esperanza de mejores épocas que igual jamás
habrán de volver porque, de todos modos, este paraje sigue extinguiéndose día
con día. Esto es un síntoma que denota tácitamente cómo la vida en el antiguo
Padilla va decayendo cada vez más. Acaso el último hito de revivir un pueblo
que murió fueron estos centros sociales, pero el futuro luce sombrío, ya que
restablecer la actividad, el movimiento, puede convertirse en una tarea casi
imposible. (Artículo histórico de Homero Adame.)
Más
impresionante que esos modernos edificios en vías de convertirse en ruinas
también, es caminar por lo que imaginamos fueron las calles, ahora tapizadas de
maleza. Entrar a la iglesia -la cual estuvo dedicada a San Antonio de Padua- y
a la escuela o pararse en el centro de la plaza nos imprime un sentimiento indescriptible;
como si algo pugnara por salir, mas no encuentra el modo de hacerlo. Es como si
el espíritu del pueblo buscara un punto de referencia que ya no existe. Adentro
del templo no se observa ningún recuerdo o epitafio de la tumba de Agustín I; es
de pensarse que fue trasladada a otra parte. Afuera de la escuela hay una placa
conmemorativa reciente (7 de julio de
1999) cuando se festejó el 175 aniversario de la creación del estado de
Tamaulipas. A la sazón, y previo a la presencia del gobernador, se limpió toda
la zona y los ladrillos y sillares de las ruinosas paredes y techos fueron
llevados a sitios alejados de los ojos de cualquier visitante. Sin embargo,
pese a esa superficial limpieza, los muros derruidos son factor indicativo de
que los buscatesoros han tratado de obtener míticas riquezas en no pocos
intentos. Y nos preguntamos: ¿A quién se le ocurriría enterrar un cofre o un
cantarito de monedas de oro en los predios de una escuela? Para no desentonar,
adentro de la capilla también se observan pozos de los saqueadores, acaso como
ejemplo palpable de la profanación de tumbas, si es que las hubo.
Una vez
entrados en las interrogaciones, quisiéramos saber ¿dónde quedó el kiosco sobre
el cual la banda solía alegrar con su música a la concurrencia en su devenir
alrededor de la plaza? ¿Dónde quedaron las campanas, que resonando en cada
rincón de la ciudad puntuales llamaban a misa? Y ¿a dónde se fueron los días
aquéllos, cuando los niños corriendo y gritando salían felices de la escuela
luego de un largo día de clases? Ya no se ve el mercado ni el ajetreo diario de
los marchantes. El merolico ha dejado de gritar las bondades de tal o cual
medicina. Los puestos de comida desaparecieron para llevarse consigo el
característico aroma del aceite, las carnitas y las fritangas. Los trazos de
las calles se han borrado y no podemos imaginar por dónde transitaban los
carruajes y caballos primero, y los pocos automóviles después. Y las casas,
¿dónde estaban todas ellas? Y desde la plaza, al ver hacia el sur los montones
de escombro, nos surge la duda de dónde se ubicaba el palacio y cómo habría
sido; seguramente el mismo palacio donde se dictó la última orden para fusilar
al emperador. Además, también nos preguntamos en dónde habrá quedado el
monumento erigido en el preciso lugar donde Iturbide cayó muerto, el cual, de
acuerdo a las crónicas, aún permanecía enhiesto antes de la inundación de los
años setenta. Y sus políticos... ¿en dónde tomaban el café para arreglar el
mundo y comentar las últimas noticias y chismes?
Nada quedó, ni
el camposanto siquiera. Ahora la hierba es tan alta que se ha vuelto imposible
caminar en algunas partes. Todo es silencio, salvo el correr del viento que al
mover las ramas las hace rechinar. Sobre unos árboles altos se ve a un grupo de
zopilotes que no sabemos qué acechan. Cuando el cielo está nublado, el
escenario se torna todavía más sombrío. Ese cúmulo de raros sentimientos no nos
lleva a entender lo efímero que la vida puede resultar.
La escuela, al
igual que la iglesia, muestra en sus paredes los trazos del nivel alcanzado por
el agua cuando la presa tuvo sus mejores días. Pero las escasas lluvias en
estos años sólo han dejado un páramo. A lo lejos se encuentra lo que fue el
puente, ahora destrozado, y el espejo lacustre a su alrededor. Al cabo de un
buen rato de silencio pasa alguien en su lancha y nuestras cavilaciones se ven
interrumpidas. Junto al puente también nos topamos con un grupo de amigos
disfrutando de unos buenos pescados a las brasas; nos dicen que ocasionalmente
vienen los fines de semana. Luego miramos de nuevo el paisaje, el panorama, y
todo parece seguir igual, estático, pero se nos antoja distinto. Es como si de
un momento a otro cambiáramos de realidades, primero lo lúgubre, lo palpable,
después el recrear episodios que, aunque no vivimos, sentimos que sucedieron y
finalmente estar en el presente, junto a las aguas de una presa, entre el
matorral, como pescadores o aventureros que se hallan ajenos a la historia de
esos lares.
Así es Padilla,
la ciudad que dejó de ser, la ciudad que fue sacrificada por el progreso.
Mientras caminamos de regreso al coche, nos acompañan las palabras del viejo
que conocimos: “Cuando Iturbide fue fusilado, Padilla murió con él. Se cumplió
la maldición...” Sin duda tiene razón.
Notas:
1. Este texto fue publicado originalmente en el número 311 de la
revista México desconocido, correspondiente a
diciembre de 2002.
2. Las fotografías de Padilla son
autoría de Homero Adame.
3. La ilustración del fusilamiento de Agustín de Iturbide fue
tomada del periódico Expreso.press. Que el enlace sirva de crédito
y agradecimiento a su autor.
3. La imagen del presidio donde fue fusilado Agustín de Iturbide
fue tomada del sitio de Internet Wikimexico. Que el enlace sirva de crédito y agradecimiento
a su autor.